Puente sobre el Moldava
Misteriosa, bohemia y artística, Praga es la perla de Europa del Este. De los barrios de Malá Strana a la Ciudad Vieja, un paseo sobre el puente de Carlos IV, uno de los más antiguos y emblemáticos de la ciudad, que en 2007 cumple 650 años.
Por Graciela Cutuli
Algo tiene Praga que fascina, y no es nada difícil descubrirlo. Lo difícil es saber con cuál de sus encantos quedarse. Formada por cinco antiguas ciudades en torno del río Moldava (Vlatava en su nombre local), el gótico y el barroco parecen haber querido reunir sus esplendores en esta capital hecha de monumentos pero también de callecitas recónditas, que supo de la gloria y también del sufrimiento. Para organizar el viaje es posible plantearse un recorrido temático, que vaya de la Praga de los Habsburgo a la Praga art-nouveau de la Ciudad Nueva, del Barrio Judío al Castillo de Praga, o bien partir de la Ciudad Vieja, a un lado del célebre puente de Carlos IV, hacia Malá Strana, uno de los sectores mejor conservados. La ventaja de Praga es que es relativamente pequeña y caminable, además de infinitamente fotogénica. Y durante todo el recorrido suenan, como un rítmico acompañamiento en la memoria, las notas del “Moldava”, del compositor checo Bedrich Smetana, que evoca en sus compases el curso del río que atraviesa la ciudad. Sobre el Moldava se levanta el puente de Carlos IV. Y sobre este puente pasó buena parte de la historia de Praga.
El antiguo y sólido puente sobre el Moldava enlaza la Ciudad Vieja con el barrio del famoso castillo.
Una panorámica de la ciudad de Praga, una de las más bellas de la vieja Europa.
Arte y arquitectura se dan cita en cada rincón de la histórica capital checa.
El puente de Praga
El puente de Carlos IV merece un lugar en los más famosos del mundo, desde el inconcluso de Aviñón hasta el antiguo Pont Neuf de París, sin olvidarse los modernos de Brooklyn o el Golden Gate en Estados Unidos. Con más de 500 metros de extensión y diez de ancho, une las dos orillas del río, respectivamente los barrios de Stare Mesto y Malá Strana. La construcción comenzó en 1357 por orden de Carlos IV, para reemplazar el puente anterior destruido por una inundación, y fue realizado con bloques de arenisca, que se reforzó uniendo a la argamasa huevos y vino. Parece que la mezcla dio resultado, porque 650 años después sigue sólidamente en pie. Y eso que en sus siglos de historia no le faltaron agitaciones: desde numerosas inundaciones que afectaron algunos de sus pilares (la última fue el desborde del Moldava en 2002, que provocó graves daños en Praga), hasta batallas que se libraron sobre su pasarela. En verdad la teoría del añadido de huevos a la argamasa es una leyenda, pero algunos estudios realizados recientemente –aunque no pueden probarlo– confirmaron que hay en la construcción elementos orgánicos. Lo cierto es que la piedra fundamental del puente se colocó a la hora que determinaron astrólogos y expertos en las arcanas ciencias de la numerología: las 5.31 del 9 de julio de 1357. Un momento que, escrito bajo la forma “palindrómica” (es decir capicúa) 135797531, se encuentra grabado en la torre de la Ciudad Vieja. Como es de imaginar, la obra fue larga y costosa; y el puente se construyó hasta principios del siglo siguiente, financiando la obra con el cobro de peajes. Bien valía la pena, ya que su importancia la convirtió en un centro comercial en sí mismo, y en testigo de una historia que llevó a Praga desde el esplendor de la Edad Media hasta los vaivenes de la Guerra de los Treinta Años, cuya tregua se firmó sobre el mismísimo puente en 1648.
Noche y día
Vale la pena cruzar el puente de Carlos IV al menos en dos momentos del día, a la sombra de las 30 estatuas que lo bordean, y que fueron colocadas –dándole su aspecto actual– entre 1683 y 1938. Casi casi, otro caso de estudio para los numerólogos, ya que 83 es la inversa de 38, y lo mismo podría decirse del 6 y el 9 invirtiendo sus posiciones... Pero dejando de lado estas curiosidades, de mañana y durante el día el puente es una suerte de mercado al aire libre donde vendedores de toda clase de cosas se disputan la atención de los turistas. Los mismos que convirtieron a Praga en una de las capitales turísticas mundiales desde la apertura de los años ’90, cuando Europa occidental redescubrió una de las más bellas ciudades del Este, por entonces a costos impensables para las economías del Oeste. Por la noche, en cambio, la luna llena pone sobre el puente un especial toque de romanticismo, y si hay niebla para acompañar, la silueta de Praga toma entonces un perfil entre feérico y fantasmagórico que combina muy bien con sus leyendas y tradiciones.
De un lado queda Malá Strana, la parte barroca de la ciudad, fundada sobre las laderas de la colina del castillo, que se divisa al fondo. Allí están la tradicional plaza dominada por la iglesia de San Nicolás, el palacio Schönborn y el palacio Wallenstein, así como la encantadora isla Kampa, la “Venecia de Praga”. Del otro lado del puente se levanta la Ciudad Vieja, Stare Mésto, que empezó a desarrollarse alrededor del siglo XI y doscientos años después se convirtió en ciudad con ayuntamiento propio. Varias de las calles son peatonales, flanqueadas por edificios de gran belleza y carácter, sobre todo las concentradas en torno de su plaza principal, como la otra iglesia de San Nicolás. Por esta parte de la ciudad se pueden seguir también las huellas de Franz Kafka, uno de los habitantes ilustres de Praga.
Actualmente el puente de Carlos IV es peatonal, aunque antiguamente permitía el paso de hasta cuatro carruajes simultáneamente. Sus torres góticas forman parte del diseño original, y se destaca especialmente la de la Ciudad Vieja, diseñada por Peter Parler, que también dirigió las obras del puente. En el primer piso hay una galería mirador, que tiene excelente vista sobre Malá Strana y el castillo de Praga. En cuanto a las esculturas (que son casi todas copias de las originales, conservadas en el Museo Nacional de Praga), son también casi todas de estilo barroco y fueron realizadas en su mayoría entre 1683 y 1714. Representan santos muy venerados en la época, como San Adalberto, San Juan de Mata, San Félix de Valois o Santa Lutgarda, cuya estatua se considera una de las principales artísticamente hablando, y evoca la historia de la monja que se recuperó de la ceguera al tocar las llagas de Cristo. Al cruzar hay que prestar atención al crucifijo de madera que se colocó en 1629, y fue durante mucho tiempo el único ornamento del puente, así como a los relieves que representan el martirio de San Juan Nepomuceno, arrestado y torturado por su desacato al rey, y luego arrojado desde el puente. El culto a este santo se promovió para contrarrestar la fuerte influencia del religioso reformista Jan Hus.
Finalmente, aunque cueste, habrá que decidirse a dejar atrás este puente (que no se visita como un medio para cruzar de un lado a otro, sino como un monumento en sí mismo). Es que en Praga es mucho todavía lo que espera ser visto: la Torre de la Pólvora, la Casa de los Osos Dorados, la iglesia de Nuestra Señora de Týn, el reloj del ayuntamiento (cuyo constructor fue cegado, para que no repitiera su obra maestra), el Barrio Judío con su cementerio y sus sinagogas, las casas cubistas, el convento de Santa Inés, el castillo de Praga, la Catedral de San Vito, el Monasterio Strahov y la Ciudad Nueva, que aunque se fundó en el siglo XVI sufrió un importante proceso de reurbanización, al que le debe su fisonomía actual, en el siglo XIX. Lo cual, para una ciudad de la historia de Praga es algo casi totalmente nuevo.
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