HIGHLAND PARK, N.J.
Durante una de las últimas alarmas por los atentados de Al-Qaeda en Madrid, el editor en jefe de la agencia de noticias EFE intentó comunicarse con sus redactores por correo electrónico. No pudo. Tenía más de siete mil mensajes basura acumulados en el inbox o bandeja de entrada y, aunque los borraba a toda velocidad, se reproducían a una velocidad aún mayor. La mitad de los mensajes inútiles provenía de un joven empleado de la agencia. Informaba a sus amigos que estaría de viaje hasta fin de mes y que no leería su correspondencia. La otra mitad tenía su origen en un aviso similar de vacaciones enviado por el asesor de una fundación. El editor estaba en la libreta de direcciones de los dos y el mensaje, transformado en un eco sin freno, se multiplicó en los buzones sin que nadie pudiera detenerlo.
El inconveniente tardó días en conjurarse, y tanto el redactor como el funcionario, insultados por teléfono en sus retiros de verano, tuvieron que correr al cibercafé más cercano para cancelar el mensaje. El correo electrónico tiene apenas veinte años de vida, pero es ya una herramienta de diálogo y de negocios tan indispensable que es difícil imaginar la vida sin él. Permite buscar trabajo, inscribirse en las escuelas, recibir cartas de rechazo, comprar pasajes, organizar conferencias, aconsejar sobre tratamientos médicos, corregir exámenes, pedir préstamos, ofrecer disculpas, saber qué hacen los amigos en otras orillas del mundo.
También es una fuente inagotable de malentendidos, amores clandestinos y dolores de cabeza. Desde el principio, además, ha sido terreno propicio para la delincuencia. No hay habitante del espacio virtual que no haya recibido siquiera una vez, por más filtros y alertas que ponga en su sistema, ofertas de programas piratas, películas que no han sido estrenadas, recitales de música que se oyeron sólo una vez, por no mencionar los accesos a sitios de pornografía y a fiestas eróticas con trillizas.
Cualquier demostración de interés en esos comercios o en medicinas para el problema que sea –la depresión, el exceso de peso, la apatía sexual– puede caer aplastado por un diluvio de anuncios de la misma índole. Un sitio está ligado a otro, y éste a diez más, o a cien. El mundo virtual nunca duerme. Cuando es noche cerrada en Australia o Indonesia amanece en Chile y en California. Los e-mails son más vulnerables y accesibles que los viejos mensajes postales. Un hacker curioso puede abrir la correspondencia mejor guardada y exponer a la luz todos los secretos. Al menos una vez a la semana recibo mensajes enviados desde mi propio correo en los que me recuerdo a mí mismo amores ardientes que no he tenido, gano premios que no he ganado, me abrazo con amigos a los que no conozco, en lugares a los que nunca he ido. Un hacker podría seguir el hilo de esas cartas y, remontándose a la primera de todas, descubrir quiénes son el yo que, sin ser yo, me las hace llegar.
La mayoría de estos enigmas están aclarados en Send (Enviar), un manual de 250 páginas publicado a comienzos de septiembre en Nueva York. El comedido subtítulo lo presenta como “guía esencial para los e-mails en la oficina y la casa”. Y en verdad lo es. Abunda en lecciones de gramática, en datos históricos, en reflexiones sobre la conducta humana y en consejos para evitar errores fatales. A primera vista podría confundirse con un libro de autoayuda, pero va mucho más allá. Es una piedra de Rosetta en la que pueden leerse las drásticas y rápidas mudanzas que están sufriendo los signos en esta primera década del siglo XXI. Sus autores son David Shipley, editor de la página de Opinión de The New York Times, y Will Schwalbe, vicepresidente de la editorial Hyperion. Desde el arranque mismo de Send se enumeran los errores letales en que incurren los que envían e-mails sin pensarlo dos veces, al correr de las teclas. Ese es el riesgo. Una vez que se pulsa la orden de enviar ya no hay regreso. No se puede quemar el buzón ni suplicarle al cartero que no entregue el sobre. Los mensajes virtuales son como la muerte, el clic de Pandora, según los llama la periodista Janet Malcolm. Dante podría haber trazado un mapa nuevo del infierno con los pecados que se cometen por e-mail. Shipley-Schwalbe llevan al primer círculo los mensajes de jefes abusivos que les cobran a sus secretarias las cuentas de tintorería porque les mancharon los pantalones con ketchup o café, y al segundo las cartas imprudentes de empleados que preguntan a sus contactos permanentes de correo por el teléfono de una tal Rosa de Nor’wester Corp., con lo que desatan una cascada de preguntas y de mensajes telefónicos insolentes en la casa de Rosa. Y así. En el quinto círculo aparecen los esposos infieles, a los que sus mujeres descubren por una foto delatora que les llega por e-mail, o por un intercambio de mensajes fogosos con tal o cual compañera de trabajo. Hay cientos de matrimonios disueltos por un clic de Pandora apretado con imprudencia. Más en lo hondo del infierno están los espionajes legales de los servicios de inteligencia a los correos privados de los ciudadanos, y la revelación electrónica de un soborno político o de una fuente informativa. Al-Qaeda y Osama ben Laden también son protagonistas de la historia. El origen de sus dineros y dos o tres de sus conspiraciones fueron rastreadas y abortadas gracias al espionaje de sus e-mails. Send está lleno de curiosidades para los usuarios. Informa, por ejemplo, que el primer e-mail de la historia fue enviado por el Pentágono desde la Universidad de Los Angeles a la de Stanford. Decía solamente “Lo”. Esas dos primeras letras de Login (conectar) fueron las únicas en llegar a destino antes de que la computadora se atascara. Otro dato curioso, revelado en 2005 por dos investigadores del MIT, señala que, mientras que el 90 por ciento de los mensajes llegan en cinco minutos, el resto queda varado durante meses en el espacio virtual de ninguna parte. El universal signo @, que separa el nombre del usuario del sitio de Internet donde está ubicado su correo, se designa de manera diferente en casi todos los idiomas. En español es arroba, por la vieja unidad de medida y de masa; en inglés es at, la preposición que indica un lugar; en hebreo es shablul, que significa caracol; también se llama caracol en italiano, chiocciola; kukac o gusano en húngaro; y Xian Lao Shu o ratoncito en el mandarín de Taiwan. El jueves 13 de septiembre, cuando mi vecino Murray Steinberg celebraba el Año Nuevo judío, le llevé de regalo un ejemplar de Send. La familia de Murray es numerosa: cuatro hijos, dos nueras, tres nietos. Me sorprendió verlo comiendo solo en la penumbra del comedor. Le advertí que estaba de paso por sólo unos minutos y le entregué el libro. Casi me lo tiró por la cabeza. Me contó que había estado llevando un diario en el que escribía todo lo que pensaba. Ese día, aprendiendo el lenguaje de los e-mails, copió fragmentos del diario para mandárselos a sí mismo, con la idea de que si los ocultaba con una contraseña estarían más seguros. Oprimió la tecla equivocada y se los envió a toda la familia. Fue un error tonto y fatal. Al abrir sin querer la caja de Pandora, todos los males de su vida secreta le cayeron encima.
Por Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION
sábado, septiembre 22, 2007
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