lunes, julio 28, 2008

Formosa, el Bañado La Estrella











FORMOSA
CRONICA DE UNA VISITA AL BAÑADO LA ESTRELLA
En el reino del jabirú
El Bañado La Estrella es un humedal de 400 mil hectáreas, ubicado en el noroeste de la provincia. En esa increíble y extensa reserva natural habitan multiplicidad de especies que la convierten en uno de los lugares privilegiados del ecoturismo. Excursiones acuáticas y terrestres en las que se puede llegar a observar millares de aves en una sola tarde, junto con yacarés, carpinchos, grandes boas y la vistosa cigüeña jabirú.



Por Julián Varsavsky
En el viaje en micro desde la ciudad de Formosa a Las Lomitas escuché, por primera vez en diez años de andar recorriendo el país, a dos personas hablando en un idioma autóctono: el pilagá. Pero en tierra formoseña varios miles de personas hablan también en otros dos idiomas: el wichí y el toba. Más allá de que Las Lomitas fue conocida a nivel nacional como el lugar de confinamiento de Carlos Menem durante la dictadura militar, a este pueblo uno viene, básicamente, a mirar pájaros por millares.
Tranquilamente podría decirse que, para tomar algunas de las fotos que acompañan esta nota, el fotógrafo estuvo semanas enteras apostado con sus teles más poderosos –aguardando situaciones oculto en los pastizales–, con medio cuerpo dentro del agua y a merced de toda clase de fieras y serpientes. Sin embargo, la verdad sea dicha, en el Bañado La Estrella colocar la lente a medio metro de las fauces de un yacaré es poco menos que un juego de niños para un fotógrafo. Y quien quiera –y se atreva–, le puede sacar una foto con un macro a la pupila de un yacaré.
Centenares de jabirús revolotean entre los fantasmagóricos champales.
HACIA EL BAÑADO Partimos en vehículo 4x4 desde Las Lomitas bien temprano en la mañana para observar la mayor cantidad de pájaros posible. La camioneta toma rumbo norte por la ruta provincial 48 y en 30 minutos ya ingresamos al Bañado La Estrella, donde la misma ruta de ripio es un dique construido para detener el avance del humedal.
En apenas 10 minutos de avanzar por la ruta –con el humedal a los dos costados– ya observamos centenares de aves en absoluta libertad. La más llamativa de ellas es el jabirú, una cigüeña que alcanza el metro con cuarenta de altura y tiene la cabeza negra con un collar rojo y el cuerpo blanco. Esta ave es característica del Chaco Americano, pero en el bañado se la observa por centenares y muy a la vista, muchas veces paradas en lo alto de un champal.
Los champales son el rasgo más sobresaliente del llano paisaje del humedal, originado por los desbordes del río Pilcomayo sobre los bosques del Chaco seco, cuyos árboles fueron ahogados por las aguas. Sin embargo, la dura madera de los quebrachos colorados, los palos santo y los algarrobos han perdurado de pie, con sus tétricas enramadas sin hojas recortándose en el cielo del atardecer y duplicadas al revés en los espejos de agua. Pero lo más curioso es que muchos de estos esqueletos de árboles fueron invadidos por plantas trepadoras que los envolvieron en su totalidad y les dieron tanto volumen que de lejos dan la impresión de estar cubiertos por un manto verde igual que un fantasma. Champal es justamente el vocablo que en lengua pilagá nombra a los fantasmas.
Los champales son árboles ahogados y “colonizados” por plantas trepadoras que crean un nuevo ecosistema sobre el esqueleto de madera.
Lejos de ser tétricos, los paisajes de champales son alegres, bullangueros y llenos de vida. Gracias a los millares de pájaros de las 300 especies que habitan los bañados, cada amanecer y atardecer son ensordecedores conciertos de caóticos graznidos como el chillido histérico del tero, el grito vigilante del chajá –siempre en pareja–, el silbido agudo y estridente del pájaro caracolero y el “gruñido” del biguá, similar al de un chancho. También se oye a veces el golpeteo a madera del pico de los jabirús, e incluso su aleteo, como el de aquellos dos que nos sorprendieron a 10 metros sobre nuestra cabeza, provocándose en el aire como buscando pelea.
Luego de caminar un poco al borde de la ruta y por las lenguas de tierra que ingresan unos metros en el bañado, es momento de navegar. Se puede elegir entre remar en piraguas –siempre que el grupo sea pequeño y tenga cierta experiencia– o en canoas con motor fuera de borda. Al avanzar la embarcación rasga por la mitad una alfombra verde de repollitos de agua, y más allá flotan unos extensos camalotales. En cierto momento se apaga el motor y es hora de remar un poco. Con sumo silencio para no espantar a las aves, nos acercamos a un champal con un nido de jabirú en lo alto, donde una madre alimenta a sus crías metiéndoles en el pico el pescado triturado que trae en el buche.
La presencia más intrigante del humedal es la del yacaré y el primero de ellos aparece junto a la costa, asoleándose como aletargado, con las fauces abiertas. El guía acerca la embarcación a la costa casi rozándole la cabeza con la proa al reptil, que parece petrificado como si esperara que alguien le acariciara la cola. Cinco metros más atrás, una ruidosa zambullida atrae nuestra atención y vemos salir de los pajonales a una pareja de yacarés que comienzan a deslizarse sobre las aguas, ondulando el cuerpo como las serpientes.
Con sus ojos apenas sobresaliendo del agua, los yacarés permanecen al acecho de algún festín.
A veces se ven varios yacarés, uno al lado del otro sobre la costa, como a la expectativa de un festín. Algunos llegan a medir hasta dos metros con cincuenta y a veces lanzan un soplido terrorífico que hiela la sangre. Otros permanecen sumergidos como asesinos al acecho y se los descubre a un metro de la lancha con sus ojos traicioneros sobresaliendo apenas en la superficie del agua.
Seguimos viaje y aparecen algunos carpinchos. Estos roedores son los más grandes del mundo y pesan hasta 80 kilos, ya que se pasan el día abocados a roer y roer los pastos con sus dos incisivos. Aquellos con mucha suerte podrán encontrar en el bañado a una boa curiyú enroscada en uno de los árboles secos, o si no verlas serpenteando bajo las aguas de poca profundidad del humedal. Bajo las transparentes aguas también se ven sábalos y pirañas, y en la costa es común observar a las cigüeñas jabirú pescando a los picotazos con las patas en el agua y el buche rojo inflado por el alimento. Otras especies comunes son el colorido pato picasso, las espátulas rosadas, un pajarito llamado monjita blanca, los negros biguás que posan con sus alas extendidas secándose al sol luego de una excursión de pesca, y miles de garzas brujas, moras y blancas.
Un simple bote a remo es el mejor vehículo para recorrer el Bañado La Estrella.
EL REFUGIO Luego de una navegación de dos horas regresamos al punto de partida que los guías llaman “el campo de Don Mario Rodríguez”. Allí Don Mario nos espera con un asado de cordero, empanadas de charqui, sopa paraguaya –un soufflé de harina de maíz con cebolla, queso y choclo– y mamón en almíbar con queso criollo para los postres. Después de una siesta de lujo en hamacas paraguayas al aire libre, emprendemos una caminata de tres kilómetros por el monte del Chaco seco. Allí abundan los quebrachos, los algarrobos, los palos santo y algunas orquídeas. Sobre ellos anidan los loros habladores y entre los pastizales andan las esquivas corzuelas –un pequeño cérvido–, los osos hormigueros gigantes y aves como el matico, con el cuerpo negro y la cabeza naranja.
A la hora de la merienda la guía sirve un bizcochuelo muy proteico de harina de algarrobo y explica que la harina la produce en la zona una comunidad wichí que recoge las chauchas secas en diciembre, las muele y después vende el producto en otras provincias, incluso en Buenos Aires. La excursión se puede terminar después de la merienda –volviendo al hotel en Las Lomitas–, o extenderla para dormir en el refugio de Don Mario, al final del sendero de tres kilómetros.
En el refugio –sin luz ni agua corriente aunque con baño– sólo hay bolsas de dormir bajo mosquiteros individuales. La gracia de dormir en medio de la naturaleza está en ser despertado en el monte por el caos ensordecedor de las aves en pleno alboroto matinal. Después de almorzar, una siestita. Y más tarde otra navegación para disfrutar del espectáculo del atardecer, cuando todas las aves del mundo parecen darse cita en el inabarcable humedal, que abarca 20 veces la Ciudad de Buenos Aires.

sábado, julio 26, 2008

Guerra y paz

La imagen tiene poco menos de un siglo, pero los más oscuros pliegues de la condición humana siguen allí tan vivos como cuando los captó un fotógrafo anónimo, la madrugada del 4 de noviembre de 1910. La solitaria figura de una mujer madura, encaramada en puntas de pie sobre un cajón de madera, domina la escena. Es Sofia Andreievna, la esposa de León Tolstoi, quien trata de vislumbrar -espiando por la ventana de una cabaña perdida en la estepa rusa- el cuerpo agonizante de quien fue su marido durante cuarenta y ocho años y a cuya cama no puede acercarse por exigencia de los médicos, de los hijos y del propio Tolstoi.
El escritor había huido de su casa de Yásnaia Poliana una semana antes, abrumado por los incesantes requerimientos de Sofia (cuyo apodo era Sonia) para que le entregara los manuscritos sin publicar y los diarios íntimos en los que hablaba de ella. Desde hacía ya muchos años su matrimonio naufragaba en querellas cada vez más ásperas. La esposa no toleraba que Vasili Cherkov -un intrigante al que Tolstoi consideraba su mejor discípulo- se inmiscuyera en las peleas conyugales y de algún modo las estimulara. El escritor, a su vez, se negaba a mantenerlo apartado. Marido y mujer veían aquellas trifulcas como "una lucha a muerte" y en verdad lo eran. Se amaban, pero la vida en común los estaba destrozando.
Cuando Tolstoi se fugó de la casa familiar sin avisarle a nadie -salvo a su hija Sasha, a quien le pidió que lo acompañara- estaba enfermo de neumonía. Su temperatura oscilaba entre los 39°6 y los 40°. El pulso era irregular y la respiración, tan débil que Sasha, inquieta, le acercaba cada tanto un espejo a los labios para verificar que seguía vivo. Sentía ardores de estómago y ataques de hipo que no le daban tregua. Padre e hija atravesaron los campos helados en un trineo hasta la estación de tren, donde -para despistar- compraron pasajes a pequeños apeaderos de la línea del Sur. Tolstoi pretendía pasar inadvertido, pero no tenía idea de su inmensa fama. Cayó derrumbado en un vagón de segunda clase y le pidió a Sasha que le comprara los periódicos. Con horror descubrió que la historia de su fuga era el tema principal de las portadas. Nubes de reporteros seguían el rumbo del tren y los fotógrafos estaban al acecho en las estaciones.
Muy pronto, todos los pasajeros se enteraron de que Tolstoi viajaba con ellos y acudieron en masa a verlo. Sasha les rogó que se fueran para que su padre pudiera descansar. Apenas circulaba el aire en los vagones llenos de humo. El gobierno del zar Nicolás II había despachado también a varios policías de civil para que averiguaran las verdaderas intenciones de un pacifista venerado por los campesinos, al que la iglesia ortodoxa acababa de excomulgar negándole los sacramentos y el entierro religioso. A Tolstoi sólo le importaba que lo dejaran en paz.
Era ya entonces un gigante lleno de gloria y no habría otro que desatara entusiasmos tan tumultuosos. Ningún escritor, antes o después, conoció como él esos extremos de admiración. Cuando viajaba a Moscú y a San Petersburgo, las calles por las que pasaba estaban alfombradas de flores. Todos los extranjeros de renombre que llegaban a Rusia consideraban incompleta la peregrinación si Tolstoi no los recibía. Gandhi le escribió llamándolo "nuestro titán" y se declaró "humilde deudor de sus prédicas y doctrinas sobre la no violencia".
Todos los grandes creadores de la época, desde Thomas Hardy hasta George Bernard Shaw le hacían llegar cartas de admiración. Aunque Tolstoi fue siempre el candidato obvio para ganar el Premio Nobel, se apresuró a rechazarlo antes de que se lo dieran porque "no sabría -les escribió a los miembros de la Academia Sueca- cómo disponer de todo ese dinero, sobre todo cuando mis convicciones me indican que el dinero sólo produce mal".
Cuanto más vasta era su fama pública, mayor era también el infortunio de su intimidad. Se había casado en 1862, a los 34 años. Sofia Andreievna acababa de cumplir 18. Los dos tenían temperamentos de hierro y se creían capaces de imponer al otro sus deseos y códigos de vida. La misma noche de bodas el escritor cometió un error mayúsculo, que desviaría para siempre el cauce de su dicha: le dio a leer a Sonia sus diarios de juventud, en los que contaba con lujo de detalles sus borracheras y lujurias de oficial joven. Creía sinceramente que, al poner al descubierto las flaquezas de su alma, ella podría comprender con quién se había casado y perdonar las heridas futuras. Lo que logró fue abrir las compuertas de un torrente de celos y resentimientos que ya no se detendría. Dos semanas más tarde, Sonia empezó a escribir su propio diario. Se levantaba en medio de la noche para espiar lo que el marido había escrito e imprudentemente dejaba al alcance de su curiosidad el inventario de los agravios que le adjudicaba. Entonces empezaban las reyertas cada vez más crueles, las acusaciones de infidelidad y desamor. Y sin embargo, los dos se amaban con un ímpetu que no apagaron los años maduros ni la desastrosa convivencia.
Para Tolstoi, la escritura de los diarios fue el más constante de sus vicios. Sólo se permitió abandonarlos cuando trabajó en Guerra y paz y Anna Karenina , sus dos novelas mayores. También Sonia anotaba con puntualidad las cuitas de cada día. Por los diarios, ambos se enteraron de los enamoramientos y ridículos conatos de traición que los aquejaron en las fronteras de la vejez. El escritor había pasado ya los 70 años cuando la esposa tuvo noticias tardías de sus coqueteos con una campesina llamada Axinia, cuyo cuerpo dorado y piernas robustas representaban todo lo que Tolstoi deseaba. En los diarios de él han quedado vislumbres de las terribles maldiciones que se cruzaron. Sonia le dice: "No hay ningún bien en ti. Eres malvado, asqueroso. Yo sólo voy a amar a personas buenas y decentes, no a ti. Tú eres asqueroso, repelente".
Nadie ha contado mejor esa tragedia que William Shirer, el gran periodista que fue testigo del ascenso de Hitler en la Alemania de Weimar y lo narró en un libro clásico, The Rise and Fall of the Third Reich . Su obra más personal, sin embargo, es la historia de las borrascas conyugales que atormentaron a los Tolstoi. Lo publicó en 1993, un año antes de morir, con un título expresivo: Love and Hatred. The Stormy Marriage of Leo and Sonya Tolstoy ("Amor y odio. El tormentoso matrimonio de Sonia y León Tolstoi"). De allí ha salido casi toda la copiosa bibliografía sobre el fin de la pareja, incluyendo la noticia del amor crepuscular que Sonia parece haber sentido por el pianista Serguei Tanéiev cuando ella tenía ya 57 años.
Nada estremece tanto, sin embargo, como el relato de la muerte del gran hombre, que yacía solitario en la choza del jefe de la estación de Astápovo, perdido en la blancura de la estepa, mientras su fin inminente acongojaba a millares de lectores y discípulos en los cuatro rincones del mundo. Expiró a las 6.5 de la mañana del domingo 7 de noviembre de 1910. A Sonia no se le permitió entrar sino minutos más tarde, cuando ya todo había pasado. A la intemperie, bajo los hilos de nieve que no cesaban de caer, los campesinos cantaban un antiguo himno funerario, Memoria eterna . La esposa lo sobrevivió nueve años, suplicando en su diario que el mundo la recordara con indulgencia.