domingo, febrero 24, 2008

El Descubrimiento de Heródoto

EL DESCUBRIMIENTO DE HERODOTO
HERODOTO X RYSZARD KAPUSCINSKI
¿Pero cómo Heródoto, un griego, podía saber lo que decían gentes de países remotos, persas y fenicios, los habitantes de Egipto y de Libia? Pues viajando, preguntando, observando y sacando conclusiones de lo que le contaban y de lo que él mismo había visto; así atesoró sus conocimientos. De manera que siempre empezaba por un viaje. ¿Y no hacen lo mismo todos los reporteros? ¿Acaso ponernos en camino no es lo primero que nos viene a la mente? El camino es la fuente, el tesoro, la riqueza. Sólo estando de viaje el reportero se siente él mismo, a sus anchas, se siente en casa.
A medida que avanzaba en su lectura, encontraba en Heródoto un alma hermana. ¿Qué lo empujaba a trasladarse de un lado para otro? ¿Qué le mandaba actuar, afrontar las dificultades del viaje, emprender una tras otra sus expediciones? Creo que la curiosidad por el mundo. El deseo de estar allí, ver todo aquello a cualquier precio y vivirlo en carne propia.
Se trata en el fondo de una pasión no muy frecuente. El hombre, por naturaleza, es un ser sedentario; desde que pudo dedicarse a la agricultura después de abandonar la pobre y peligrosa existencia de recolector y cazador, se estableció, feliz, sobre su pedazo de tierra, se separó de sus vecinos con lindes o murallas, dispuesto a derramar sangre, e incluso a perder la vida, en defensa de su terruño. Si lo abandonaba tenía que ser por una fuerza mayor: expulsado por el hambre, la peste, la guerra o la necesidad de encontrar un trabajo; o bien por razones profesionales cuando se trataba de navegantes, mercaderes o guías de caravanas. pero nunca han abundado las personas que durante años se dedicasen a recorrer el mundo de punta a punta por su propia voluntad, sin imposición alguna, con el único fin de conocerlo, estudiarlo y comprenderlo, para, luego, además, describirlo todo.
¿Cómo anidó en Heródoto esta pasión? Tal vez naciera de la pregunta que habría surgido en su mente de niño: “¿De dónde vienen los barcos?” Pues los niños, mientras juegan en la playa de un golfo, ven que allá lejos, en la línea del horizonte, de pronto aparece un barco y que, a medida que se aproxima a ellos, se vuelve cada vez mayor. ¿Pero de dónde ha salido? Seguramente la mayoría de los niños no se hace preguntas como ésta. Uno de ellos, sin embargo, mientras construye su castillo de arena, en el momento menos pensado puede preguntar: ¿de dónde ha salido esta nave? Al fin y al cabo, esa línea tan lejana, rayana en lo infinito, ¡parecía marcar el fin del mundo! ¿Acaso hay otro más allá de ella? ¿Y un tercero más allá de ese otro? ¿Cómo son? Y el niño empieza a buscar una respuesta. Y luego, cuando se convierta en adulto, la buscará con más ahínco todavía, empujado por esa curiosidad que no ha logrado satisfacer.
Parte de la respuesta la proporciona el propio camino. El movimiento. El viaje. Así es: resultado de sus viajes, el libro de Heródoto es el primer gran reportaje de la literatura universal. Su autor está dotado de una intuición, una vista y un oído de reportero. También es incansable: atraviesa los mares, recorre las estepas y se interna en los desiertos, y de todo ello nos da cumplida cuenta. Nos maravilla con su resistencia, nunca se queja del cansancio, nada parece capaz de desanimarlo ni de infundirle miedo (al menos jamás menciona tal cosa).
¿Qué lo impele cuando, intrépido e incansable, se lanza a su gran aventura? Creo que una fe llena de optimismo –que nosotros hemos perdido hace ya tiempo– en que es posible describir el mundo.
Heródoto me había atrapado desde la primera página. Consultaba su obra a menudo; cuando la dejaba apartada era para volver a cogerla al cabo de poco tiempo, volver a sus descripciones de personajes y escenas, a sus decenas de relatos y a su sinfín de digresiones. A cada momento intenté penetrar en aquel mundo, orientarme en él y hacerlo un poco mío.
No me resultaba difícil. A juzgar por la manera de ver y describir la gente y el mundo, Heródoto debió de ser un hombre benévolo y comprensivo, cordial y abierto, un amigo para todo. No hay en él rabia ni odio. Intenta comprenderlo todo, averiguar por qué alguien ha actuado de ésta y no de otra manera. No culpa al ser humano, sino al sistema. Malo, depravado y abyecto por naturaleza no lo es el individuo, sino el sistema en que le ha tocado vivir. Por eso es un ardiente defensor de la libertad y la democracia, y enemigo del despotismo, la autocracia y la tiranía, pues considera que sólo en el primer caso el hombre tiene la posibilidad de comportarse dignamente, ser él mismo, ser humano. Tomad nota –parece decir Heródoto–: un insignificante grupo de pequeños estados griegos ha vencido a la gran potencia oriental sólo porque los griegos se sabían libres, y por esa libertad estaban dispuestos a darlo todo.
Al mismo tiempo, sin embargo, aun reconociendo la superioridad de sus compatriotas en este terreno, no por eso los contempla y presenta nuestro griego sin espíritu crítico. Ve cómo la libertad de expresión –en principio positiva– puede convertir una discusión en una riña estéril y destructora. Muestra que los griegos son muy capaces de pelearse entre sí incluso en el campo de batalla, aun cuando se hallen frente a las filas de un ejército enemigo en pleno ataque. Aun cuando ven aproximarse a los soldados de Jerjes que ya han disparado sus primeras flechas y blanden las espadas, los griegos se enzarzan en una disputa en torno de la prioridad en la lucha: ¿a qué persa rechazamos primero?, ¿al de la izquierda o al de la derecha? ¿No habría sido este temperamento peleón suyo una de las causas por las que los griegos nunca hubieran sido capaces de construir un Estado fuerte y unitario?
Los ejércitos de insectos que antes me habían atacado sólo a mí, ahora, cuando tienen a su disposición también a Jarda, se han dividido para formar dos grandes nubes que no paran de zumbar mientras se ensañan con nosotros. Incapaces de mantenerlos a raya y cansados de su fastidiosa insistencia, acudimos a Abdou, quien, cual un sacerdote de la Antigüedad, ahuyenta con sus aromáticos sahumerios las fuerzas del mal, que en este caso han tomado forma de agresivos mosquitos y de moscas voraces.
Dejando para más tarde la conversación en torno de la actual situación en Africa (tema del que, a fin de cuentas, debemos ocuparnos a diario), seguimos hablando de Heródoto. Jarda, quien había leído su Historia hacía mucho tiempo y dice no acordarse gran cosa de ella, me pregunta qué me ha llamado especialmente la atención en este libro.
Respondo: su sobrecogedora dimensión trágica. Heródoto es coetáneo de los más grandes autores de la tragedia griega: Esquilo, Sófocles (del cual tal vez fuese amigo) y Eurípides. Su época es el siglo de oro del teatro; las artes escénicas están impregnadas del espíritu de los misterios religiosos, los ritos y las fiestas populares, de los oficios divinos y dionisíacos. Todo esto influye sobre la manera de escribir de los griegos. También en la de Heródoto, que presenta la historia del mundo a través de los avatares de las existencias individuales; en las páginas de su libro, que pretende inmortalizar la historia de la humanidad, siempre están presentes personas de carne y hueso, individuos concretos, citados por sus nombres, con sus grandezas y sus miserias, nobles o crueles, victoriosos o desgraciados. Bajo los más diversos nombres y en contextos y situaciones diferentes, desfilan por la obra Antígonas, Medeas y Casandras; ahí están las siervas de Clitemnestra y el espíritu de Darío y los lanceros de Egisto. El mito se mezcla con la realidad, las leyendas con los hechos. Heródoto intenta separar los dos órdenes, sin menospreciar ninguno de ellos ni determinar su jerarquía. Sabe lo mucho que las decisiones y la manera de pensar del ser humano dependen del mundo de los espíritus, sueños, temores y augurios que lleva dentro. Sabe que una visión aparecida en sueños a un rey puede decidir el destino de un país y de sus millones de súbditos. Sabe lo débil e indefensa que es la persona ante el miedo producto de su propia imaginación.
Al mismo tiempo, Heródoto se fija el más ambicioso de los objetivos: inmortalizar la historia del mundo. Nadie lo ha intentado antes: él es el primero en tener semejante idea. Mientras reúne material para su obra, cuando interroga a testigos, bardos y sacerdotes, siempre se topa con que cada uno de ellos recuerda cosas diferentes y de manera diferente. Además, muchas centurias antes de nosotros, descubre un importante –al tiempo que astuto y sofisticado– rasgo de la memoria: las personas recuerdan aquello que quieren recordar y no lo que en verdad ha sucedido. Pues cada individuo la tiñe del color que más le conviene y prepara en su crisol particular su propia mezcla. De ahí que sea imposible desentrañar el pasado tal como realmente fue; sólo podemos acceder a sus muchas variantes, a versiones más o menos verosímiles o que mejor se ajusten a nuestras expectativas. El pasado no existe. Sólo existen sus infinitas interpretaciones.
Heródoto es consciente de esta complicación, pero no se rinde: sigue indagando, cita las más diversas opiniones sobre un acontecimiento o las rechaza todas por absurdas, contrarias al sentido común; no quiere ser un oyente y cronista pasivo, desea participar activamente en la creación de ese maravilloso arte que es la historia: la de hoy, la de ayer y la de tiempos más remotos todavía.
Por otra parte, en la confección de la imagen del mundo que nos ha transmitido influyeron no sólo los relatos de testigos del pasado, sino también sus contemporáneos. En aquellos tiempos, el autor vivía en estrecho contacto con los destinatarios de su obra. Al no existir libros, el escritor simplemente leía en voz alta los resultados de su trabajo ante un auditorio de personas que en el acto expresaban su parecer. Su reacción se convertía en una importante guía para el autor, que así descubría si la dirección que había tomado y su manera de escribir gozaba de la aceptación y el aplauso del público.
Los viajes de Heródoto no habrían sido posibles si hubiese sido por la figura del proxenos, es decir, del amigo del huésped, una institución al uso en aquellos tiempos. Era una especie de cónsul. Por voluntad propia o por encargo remunerado, su misión consistía en ocuparse de los viajeros llegados de aquella polis de la que él mismo era originario. Perfectamente integrado y relacionado en su nuevo lugar de residencia, se ocupaba de su conciudadano recién llegado, ayudándole a resolver un sinfín de asuntos, proporcionándole fuentes de información y facilitándole los contactos. Era muy singular el papel del proxenos en aquel extraordinario mundo en que los dioses no sólo moraban entre los mortales, sino que a menudo no se distinguían de ellos. La hospitalidad sincera era de obligado cumplimiento, pues nunca se sabía si el caminante que pedía yantar y techo era un hombre o un dios que había adoptado la apariencia humana.
También tuvo Heródoto otra fuente de información, preciosa e inagotable, encarnada en los –muy extendidos a la sazón– depositarios de la memoria: los cronistas espontáneos, los contadores ambulantes y los trovadores de la Antigüedad. En Africa occidental, hasta hoy en día puede uno encontrar y escuchar a un griot, personaje que se dedica a ir de aldea en aldea y de mercado en mercado contando historias, leyendas y mitos de su pueblo, su tribu o su clan. A cambio de unas monedas o tan sólo de un modesto tentempié y un vaso de agua fresca, un viejo griot, hombre de gran sabiduría y fecunda imaginación, os contará la historia de vuestra tierra, os dirá lo que en ella ha ocurrido y cuándo, qué casos, acontecimientos y prodigios se han producido en su suelo. Y si es verdad o no todo lo que cuenta, eso ya no lo sabe nadie; y más vale no indagar, dejar las cosas como están.
Heródoto viaja con el fin de encontrar una respuesta a su pregunta de niño: ¿cómo es que en el horizonte aparecen naves? ¿De dónde han salido? ¿De qué puerto han zarpado? O sea que lo que vemos con nuestros propios ojos, ¿no es aún el límite del mundo? ¿Hay otros mundos todavía? ¿Cómo son? Cuando crezca, querrá conocerlos. Aunque más vale que no crezca del todo, que conserve un poco de ese niño curioso que es, pues sólo los niños plantean preguntas importantes y de verdad quieren aprender.
Y Heródoto, con su entusiasmo y apasionamiento de niño, parte en busca de esos mundos. Y descubre algo fundamental: que son muchos y que cada uno es único.
E importante.
Y que hay que conocerlos porque sus respectivas culturas no son sino espejos en los que vemos reflejada la nuestra. Gracias a esos otros mundos nos comprendemos mejor a nosotros mismos, puesto que no podemos definir nuestra identidad hasta que no la confrontamos con otras.
Por eso, después de hacer este descubrimiento –otras culturas como espejo en que mirarnos para comprendernos mejor a nosotros mismos–, cada mañana a la salida del sol, incansablemente, Heródoto reanuda su viaje.
Este retrato está incluido en
Viajes con Heródotode Ryszard Kapuscinski.
(Editorial Anagrama).

Herodoto

Por Ryszard Kapuscinski
Antes de mi marcha de Gorée, una tarde me visitó un buen colega, el corresponsal checo Jarda, a quien había conocido tiempo atrás en El Cairo. También a él lo había llevado a Dakar el Festival de las Artes Negras. Pasamos horas yendo de exposición en exposición e intentando adivinar el sentido y la función de las máscaras y esculturas banbara, makonde o ife. Todas se nos antojaban amenazadoras. Contempladas en plena noche a la temblorosa luz de las hogueras y las antorchas, parecían cobrar vida, inspirando miedo, incluso terror.
En un determinado momento nos pusimos a hablar de la dificultad de escribir sobre el arte africano en las pocas palabras que permitía un artículo. Estábamos arrojados a un mundo nuevo, del todo desconocido, y no disponíamos, sin embargo, más que de nuestro léxico y nuestros conceptos, con los cuales era imposible plasmar todo lo que veíamos. Conscientes de estos problemas, nos veíamos impotentes ante ellos.
Si hubiésemos vivido en tiempos de Heródoto, Jarda y yo habríamos sido escitas, pues eran ellos los que vivían en nuestra parte de Europa. Montados en veloces corceles –que tanto maravillaban al griego–, recorreríamos bosques y campos, disparando las flechas de nuestros arcos y bebiendo kumis. Heródoto habría mostrado mucho interés por nosotros, habría preguntado por nuestras costumbres y creencias, por lo que comíamos y cómo vestíamos. Luego habría descripto minuciosamente cómo, tras haber hecho caer a los persas en la trampa del gélido frío e invierno nevado, habíamos derrotado su ejército y cómo el gran rey Darío había escapado –y salido con vida de milagro– a nuestra persecución.
Durante esta charla Jarda vio el libro de Heródoto sobre la mesa. Me preguntó cómo había dado con él. Le conté que me lo habían regalado antes de mi primera misión de corresponsal y cómo, a medida que lo iba leyendo, había empezado a hacer dos viajes al mismo tiempo: en uno cumplía con mi labor de reportero y en el otro seguía las expediciones del autor de Historia. Enseguida añadí que el título, Historia o Historias, no reflejaba, a mi entender, la esencia de la obra. Que en aquellos tiempos la palabra griega historia significaba más bien “investigaciones” o “inquisiciones” y que cualquiera de estos calificativos habría sido más adecuado para plasmar la intención y la aspiración del autor. Al fin y al cabo, no se había encerrado en archivos a fin de escribir una obra académica –como durante siglos hicieran luego los científicos–, sino que se había propuesto descubrir, conocer y describir la historia in statu nascendi, cómo los hombres la creaban día a día y a qué se debía que a menudo tomase el rumbo contrario al que ellos deseaban y ambicionaban. ¿Lo decidían los dioses o el hombre, que, a consecuencia de sus defectos y limitaciones, no era capaz de moldear su destino con racionalidad y sabiduría?
–Cuando empecé a leer este libro –dije a Jarda– me pregunté cómo se las había apañado el autor para recoger el material. Al fin y al cabo, aún no existían bibliotecas ni archivos rebosantes de carpetas con recortes de prensa ni las innumerables bases de datos. Pero Heródoto responde a esta pregunta ya en las primera páginas, escribiendo, por ejemplo: La gente más culta de Persia y más instruida en la historia dice... o Los fenicios niegan... y añade: Así nos lo cuentan persas y fenicios, y no me meteré yo a decidir entre ellos, inquiriendo si la cosa pasó de este o de otro modo. Lo que sí haré, puesto que según noticias he indicado ya quién fue el primero que injurió a los griegos, será llevar adelante mi historia, y discurrir del mismo modo por los sucesos de los estados grandes y pequeños, visto que muchos, que antiguamente fueron grandes, han venido después a ser bien pequeños, y que, al contrario, fueron antes pequeños los que hoy son grandes. Persuadido, pues, de la inestabilidad del bienestar humano, haré mención igualmente de unos y de otros.
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martes, febrero 19, 2008

Juan Román Riquelme


Tener la capacidad de potenciar a terceros no es una cualidad reservada para cualquiera. Cuando alguien lo consigue, despierta la admiración de propios y ajenos. En el fútbol son muy pocos los que disponen de esa facultad. Cuando un equipo tiene entre sus filas un futbolista con esa virtud, parece gozar de una ventaja por encima del resto.

Y Boca, con Juan Román Riquelme, logra lo que otros conjuntos no pueden: alcanzar un buen desempeño colectivo a partir del talento de uno de sus integrantes. Anteayer, en la Bombonera, en la goleada sobre Argentinos por 4-0, Riquelme tomó las riendas del equipo –así como lo supo hacer en la conquista de la última Copa Libertadores– y dio una lección de cómo jugar y hacer jugar a los demás.

Porque ése, quizás, es el elemento más valioso del repertorio futbolístico del N° 10 xeneize. Y todos y cada uno de sus compañeros se lo reconocen. “Poder jugar con uno de los mejores jugadores del mundo es muy importante para cualquier futbolista. El me aconseja mucho y eso me hace sentir mejor. Te simplifica las cosas. Es un jugador extraordinario, que cualquiera quiere tener en su equipo. De chico, cuando lo miraba en la tele, soñaba con jugar a su lado. Yo soy un privilegiado de tenerlo como compañero, así como es un placer jugar junto con Palermo e Ibarra”, dijo tras la práctica de ayer, en Casa Amarilla, Jesús Dátolo, autor del tercer tanto de Boca frente al conjunto de la Paternal.

Sólo hace falta remontarse a la última Copa Libertadores y allí se podrá ver de qué se trata el juego de Román. El estratego xeneize logró que algunos jugadores pudiesen cosechar aplausos y dejasen atrás muchas miradas desconfiadas. Pablo Ledesma y Clemente Rodríguez quizá sean ejemplos bien contundentes para demostrar que jugar junto al N° 10 permite picar en un trampolín hacia la mejor versión de cada uno. Otro futbolista que logró ordenar su juego y potenciar su desempeño fue Ever Banega. Tanto que su carrera continuó en el fútbol europeo, con la camiseta de Valencia. Incluso en la coronación de Boca como campeón de América todos señalaron a Riquelme como el responsable casi absoluto de aquel logro que, además, lo ubicó como el goleador del equipo en el certamen, con ocho unidades. Es decir, sin descuidar su brillo, ilumina al resto. “Lo que él representa para el grupo es muy importante. Muchos de nosotros disfrutamos de jugar junto a él. Y por momentos se hace más fácil todo cuando la pelota pasa por sus pies”, reconoció Alvaro González, una de las figuras de Boca ante Argentinos. La palabras del volante uruguayo también resultan un buen elemento para entender cuánto representa Riquelme en el equipo.

Tanto que González fue, anteayer, uno de los valores más destacados de Boca. Hasta el público le regaló una aprobación que desconocía. La gravitación de Román también se advierte en las actuaciones de Rodrigo Palacio, que ya cosecha dos goles en el Clausura (el tanto ante Rosario Central en el empate 1-1 y el segundo gol con Argentinos), tras dos exquisitas asistencias del N° 10. “Todo el mundo sabe que Riquelme es un jugador diferente y también lo sabe el equipo. Pero además de Riquelme, que es el conductor, hay otros jugadores que son importantes en el grupo. Para mí es un privilegio compartir con él y con otros jugadores los entrenamientos, charlar y jugar junto a ellos”, comentó el defensor Julio César Cáceres.

El paraguayo confió que desde el fondo de la cancha disfruta del juego de Román y está atento a cada una de la indicaciones que el N° 10 les da a sus compañeros. Pero Román también tuvo palabras de elogio para sus socios: “Se me hace muy fácil jugar con el mejor delantero del país (por Rodrigo Palacio) y el mejor goleador del fútbol argentino (por Martín Palermo)”, distinguió Riquelme, tras el partido con Argentinos.

Ese es el valor de Riquelme dentro del grupo.

Es el eje fundamental.

Es el socio incondicional.

Sus compañeros lo entienden y buscan capitalizarlo.

Porque, en definitiva, es el hombre que sabe cómo hacer que la maquinaria funcione.

Un buen negocio para todos. 19 goles marcó Riquelme en 2007. Dos en el Clausura, ocho en la Libertadores y nueve en la selección

Por Diego Morini

De la Redacción de LA NACION

viernes, febrero 15, 2008

Juno

Henry Miller X BRASSAÏ
EN LA TERRAZA DEL DÔME
Por Brassaï
¡Nuestro primer encuentro! (A menos que ya nos hubiésemos conocido cuando estuve en París con June, mi mujer, en 1928.) ¿Podríamos comparar nuestros recuerdos? Me parece estar viéndote de pie, al borde de la acera, cerca del Dôme, en la esquina de la calle Delambre y el boulevard Montparnasse. Llevabas un periódico en la mano. Comenzabas a dedicarte a la fotografía. Debía ser alrededor de 1931. Recuerdo tan claramente el lugar donde te encontrabas que podría señalarlo con un círculo. ¡¡¡Cuando nos encontremos nuevamente en París te lo mostraré!!! Tuve la impresión –fugaz– de que poseías un gran sentido del humor. Todo lo que decías era como una broma. Tus ojos me hipnotizaban –como los de Picasso–. Este encuentro permanece fuertemente grabado en mi memoria.”
(Carta a Brassaï, el 25 de noviembre de 1964.)
Así es como Henry Miller tiene la costumbre de evocar, por carta o personalmente, nuestro encuentro en Montparnasse. “Es curioso –me dijo una vez–, de la mayoría de las personas jamás recordamos dónde o en qué circunstancias las conocimos. Nuestro encuentro lo recuerdo como si fuera ayer.”
Por mi parte, sitúo el encuentro en Henry en diciembre de 1930, poco después de su llegada a Francia. Fue mi amigo, el pintor Louis Tihanyi, quien nos presentó. Era una especie de relaciones públicas del Dôme. Todo el mundo conocía su abrigo de terciopelo lustrado verde oliva, su sombrero gris de ala ancha, su monóculo, su sobresaliente labio inferior –el sosias de Alfonso XIII, pero sin el bigotito–. Caminaba de mesa en mesa, de grupo en grupo, a través de la terraza abarrotada, que bajo el verde luminoso de los árboles del paseo parecía celebrar cada noche el 14 de julio. Aunque estaba sordo y casi mudo, era la persona mejor informada de Montparnasse, y conocía no sólo a los habituales sino a cualquier recién llegado.
–Te presento a Henry Miller, un escritor americano –me dijo con su voz desarticulada y gutural, que dominaba el ruido de la terraza y el alboroto del paseo.
Henry Miller... Nunca olvidaré esa cara rosada emergiendo de un impermeable arrugado, el labio inferior carnoso, los ojos de color verde mar, ojos de marino habituados a escrutar el horizonte a través de la bruma, esa mirada tranquila, llena de serenidad –la mirada ingenua y atenta de un perro– emboscada tras unas gruesas gafas de concha, investigándome con curiosidad. Cuando se quitó el ajado sombrero gris, su calvicie aureolada por unos cuantos cabellos plateados brilló bajo el neón. Esbelto, nudoso, sin un gramo de carne de más, tenía el aspecto de una asceta, de un mandarín, de un sabio tibetano. Un maquillador le hubiera añadido un bigote, largos cabellos grises y una barba patriarcal, con lo que Miller, con sus ojos oblicuos, orientales, su gran nariz, sus aletas aristocráticas, se hubiera parecido al sabio de Iasnaïa-Poliana, a León Tolstoi... También oí por primera vez su voz grave, sonora, calurosa, viril, puntuada de yes, yes y de hum, hum, y ese ronroneo de placer que acompañaba sus palabras en sordina.
June, la mujer de Henry –ella será la Mona, la Mara de sus relatos– ya había estado en París en 1927, cuando se fugó con su amiga rusa y dejó solo a Henry consumiéndose en Nueva York, en su sótano. Se alojaba en el Princesse Hôtel en la rive gauche, cerca de Saint-Germain-des-Près. Ese mismo año June volvió a Nueva York cargada de recuerdos y regalos, “más encantadora que nunca”. Su retorno al redil borró del espíritu de Miller el drama de su “traición”. La Crucifixión que pensaba escribir sobre este drama se convirtió en La Crucifixión rosada”. Henry la interrogaba: ¿había visto a Picasso? ¿A Matisse? No, no los había visto. Sin embargo había conocido a Zadkine, a Marcel Duchamp, a Edgar Varése y a otros artistas de los que Miller no había oído hablar, y que más tarde serían sus amigos: Michonze, Tihanyi, etc.

viernes, febrero 08, 2008

Shine a Light

Fotografiando a los Stones y Scorsese en la Berlinale
"Los Stones eran mi objeto del deseo, fueron la música de mi vida", declaró Scorsese ante la prensa.

domingo, febrero 03, 2008

Textual

Su perdón a los ingleses por el gol con la mano recorrió el mundo, pero bien aclaró ayer Diego Maradona que nunca dijo eso y que en la entrevista publicada por The Sun le cambiaron sus dichos. Ahora, en su vuelta al país, el ex jugador de la Selección cargó duro contra sus compañeros del Mundial 86 que hablaron sobre el tema.
"Yo no pedí perdón a Inglaterra, y a los putos que hablaron antes que yo hablara, les digo que son muy putos", fueron las textuales palabras frente a los micrófonos en su arribo a Ezeiza.El Diez se refería, entre otras, a las declaraciones que publicó Clarín de Julio Olarticoechea, Jorge Burruchaga y Ricardo Giusti.
"Acá son muy inocentes, agarraron una información que no es tal", confesó Maradona. Y agregó: "Fueron compañeros míos, y no me conocieron ni dentro ni afuera de la cancha".
Además, criticó a Peter Shilton, quien había afirmado que "es demasiado tarde" para las disculpas. "Es un arquerazo, cuando le hacen goles a Shilton no lo saluda ni el hijo", ironizó.
Sobre la entrevista, volvió a desmentir al medio inglés. "Quisiera que ustedes me la muestren a mí a la entrevista grabada en inglés y así les voy a decir", reclamó.
Y continúo: "Si tengo que pedirle perdón es a mis hijas, a mis padres y a los hinchas de boca, que erré cinco penales".
¿Qué dijo entonces Maradona? El lo repite: "Yo dije que la historia no se cambia. Si pudiera pedir perdón y regresar en el tiempo, y cambiar la historia, lo haría. Pero el gol sigue siendo un gol, Argentina se convirtió en campeón mundial y yo fui el mejor jugador del mundo".