FORMOSA
CRONICA DE UNA VISITA AL BAÑADO LA ESTRELLA
En el reino del jabirú
El Bañado La Estrella es un humedal de 400 mil hectáreas, ubicado en el noroeste de la provincia. En esa increíble y extensa reserva natural habitan multiplicidad de especies que la convierten en uno de los lugares privilegiados del ecoturismo. Excursiones acuáticas y terrestres en las que se puede llegar a observar millares de aves en una sola tarde, junto con yacarés, carpinchos, grandes boas y la vistosa cigüeña jabirú.
Por Julián Varsavsky
En el viaje en micro desde la ciudad de Formosa a Las Lomitas escuché, por primera vez en diez años de andar recorriendo el país, a dos personas hablando en un idioma autóctono: el pilagá. Pero en tierra formoseña varios miles de personas hablan también en otros dos idiomas: el wichí y el toba. Más allá de que Las Lomitas fue conocida a nivel nacional como el lugar de confinamiento de Carlos Menem durante la dictadura militar, a este pueblo uno viene, básicamente, a mirar pájaros por millares.
Tranquilamente podría decirse que, para tomar algunas de las fotos que acompañan esta nota, el fotógrafo estuvo semanas enteras apostado con sus teles más poderosos –aguardando situaciones oculto en los pastizales–, con medio cuerpo dentro del agua y a merced de toda clase de fieras y serpientes. Sin embargo, la verdad sea dicha, en el Bañado La Estrella colocar la lente a medio metro de las fauces de un yacaré es poco menos que un juego de niños para un fotógrafo. Y quien quiera –y se atreva–, le puede sacar una foto con un macro a la pupila de un yacaré.
Centenares de jabirús revolotean entre los fantasmagóricos champales.
HACIA EL BAÑADO Partimos en vehículo 4x4 desde Las Lomitas bien temprano en la mañana para observar la mayor cantidad de pájaros posible. La camioneta toma rumbo norte por la ruta provincial 48 y en 30 minutos ya ingresamos al Bañado La Estrella, donde la misma ruta de ripio es un dique construido para detener el avance del humedal.
En apenas 10 minutos de avanzar por la ruta –con el humedal a los dos costados– ya observamos centenares de aves en absoluta libertad. La más llamativa de ellas es el jabirú, una cigüeña que alcanza el metro con cuarenta de altura y tiene la cabeza negra con un collar rojo y el cuerpo blanco. Esta ave es característica del Chaco Americano, pero en el bañado se la observa por centenares y muy a la vista, muchas veces paradas en lo alto de un champal.
Los champales son el rasgo más sobresaliente del llano paisaje del humedal, originado por los desbordes del río Pilcomayo sobre los bosques del Chaco seco, cuyos árboles fueron ahogados por las aguas. Sin embargo, la dura madera de los quebrachos colorados, los palos santo y los algarrobos han perdurado de pie, con sus tétricas enramadas sin hojas recortándose en el cielo del atardecer y duplicadas al revés en los espejos de agua. Pero lo más curioso es que muchos de estos esqueletos de árboles fueron invadidos por plantas trepadoras que los envolvieron en su totalidad y les dieron tanto volumen que de lejos dan la impresión de estar cubiertos por un manto verde igual que un fantasma. Champal es justamente el vocablo que en lengua pilagá nombra a los fantasmas.
Los champales son árboles ahogados y “colonizados” por plantas trepadoras que crean un nuevo ecosistema sobre el esqueleto de madera.
Lejos de ser tétricos, los paisajes de champales son alegres, bullangueros y llenos de vida. Gracias a los millares de pájaros de las 300 especies que habitan los bañados, cada amanecer y atardecer son ensordecedores conciertos de caóticos graznidos como el chillido histérico del tero, el grito vigilante del chajá –siempre en pareja–, el silbido agudo y estridente del pájaro caracolero y el “gruñido” del biguá, similar al de un chancho. También se oye a veces el golpeteo a madera del pico de los jabirús, e incluso su aleteo, como el de aquellos dos que nos sorprendieron a 10 metros sobre nuestra cabeza, provocándose en el aire como buscando pelea.
Luego de caminar un poco al borde de la ruta y por las lenguas de tierra que ingresan unos metros en el bañado, es momento de navegar. Se puede elegir entre remar en piraguas –siempre que el grupo sea pequeño y tenga cierta experiencia– o en canoas con motor fuera de borda. Al avanzar la embarcación rasga por la mitad una alfombra verde de repollitos de agua, y más allá flotan unos extensos camalotales. En cierto momento se apaga el motor y es hora de remar un poco. Con sumo silencio para no espantar a las aves, nos acercamos a un champal con un nido de jabirú en lo alto, donde una madre alimenta a sus crías metiéndoles en el pico el pescado triturado que trae en el buche.
La presencia más intrigante del humedal es la del yacaré y el primero de ellos aparece junto a la costa, asoleándose como aletargado, con las fauces abiertas. El guía acerca la embarcación a la costa casi rozándole la cabeza con la proa al reptil, que parece petrificado como si esperara que alguien le acariciara la cola. Cinco metros más atrás, una ruidosa zambullida atrae nuestra atención y vemos salir de los pajonales a una pareja de yacarés que comienzan a deslizarse sobre las aguas, ondulando el cuerpo como las serpientes.
Con sus ojos apenas sobresaliendo del agua, los yacarés permanecen al acecho de algún festín.
A veces se ven varios yacarés, uno al lado del otro sobre la costa, como a la expectativa de un festín. Algunos llegan a medir hasta dos metros con cincuenta y a veces lanzan un soplido terrorífico que hiela la sangre. Otros permanecen sumergidos como asesinos al acecho y se los descubre a un metro de la lancha con sus ojos traicioneros sobresaliendo apenas en la superficie del agua.
Seguimos viaje y aparecen algunos carpinchos. Estos roedores son los más grandes del mundo y pesan hasta 80 kilos, ya que se pasan el día abocados a roer y roer los pastos con sus dos incisivos. Aquellos con mucha suerte podrán encontrar en el bañado a una boa curiyú enroscada en uno de los árboles secos, o si no verlas serpenteando bajo las aguas de poca profundidad del humedal. Bajo las transparentes aguas también se ven sábalos y pirañas, y en la costa es común observar a las cigüeñas jabirú pescando a los picotazos con las patas en el agua y el buche rojo inflado por el alimento. Otras especies comunes son el colorido pato picasso, las espátulas rosadas, un pajarito llamado monjita blanca, los negros biguás que posan con sus alas extendidas secándose al sol luego de una excursión de pesca, y miles de garzas brujas, moras y blancas.
Un simple bote a remo es el mejor vehículo para recorrer el Bañado La Estrella.
EL REFUGIO Luego de una navegación de dos horas regresamos al punto de partida que los guías llaman “el campo de Don Mario Rodríguez”. Allí Don Mario nos espera con un asado de cordero, empanadas de charqui, sopa paraguaya –un soufflé de harina de maíz con cebolla, queso y choclo– y mamón en almíbar con queso criollo para los postres. Después de una siesta de lujo en hamacas paraguayas al aire libre, emprendemos una caminata de tres kilómetros por el monte del Chaco seco. Allí abundan los quebrachos, los algarrobos, los palos santo y algunas orquídeas. Sobre ellos anidan los loros habladores y entre los pastizales andan las esquivas corzuelas –un pequeño cérvido–, los osos hormigueros gigantes y aves como el matico, con el cuerpo negro y la cabeza naranja.
A la hora de la merienda la guía sirve un bizcochuelo muy proteico de harina de algarrobo y explica que la harina la produce en la zona una comunidad wichí que recoge las chauchas secas en diciembre, las muele y después vende el producto en otras provincias, incluso en Buenos Aires. La excursión se puede terminar después de la merienda –volviendo al hotel en Las Lomitas–, o extenderla para dormir en el refugio de Don Mario, al final del sendero de tres kilómetros.
En el refugio –sin luz ni agua corriente aunque con baño– sólo hay bolsas de dormir bajo mosquiteros individuales. La gracia de dormir en medio de la naturaleza está en ser despertado en el monte por el caos ensordecedor de las aves en pleno alboroto matinal. Después de almorzar, una siestita. Y más tarde otra navegación para disfrutar del espectáculo del atardecer, cuando todas las aves del mundo parecen darse cita en el inabarcable humedal, que abarca 20 veces la Ciudad de Buenos Aires.
En el reino del jabirú
El Bañado La Estrella es un humedal de 400 mil hectáreas, ubicado en el noroeste de la provincia. En esa increíble y extensa reserva natural habitan multiplicidad de especies que la convierten en uno de los lugares privilegiados del ecoturismo. Excursiones acuáticas y terrestres en las que se puede llegar a observar millares de aves en una sola tarde, junto con yacarés, carpinchos, grandes boas y la vistosa cigüeña jabirú.
Por Julián Varsavsky
En el viaje en micro desde la ciudad de Formosa a Las Lomitas escuché, por primera vez en diez años de andar recorriendo el país, a dos personas hablando en un idioma autóctono: el pilagá. Pero en tierra formoseña varios miles de personas hablan también en otros dos idiomas: el wichí y el toba. Más allá de que Las Lomitas fue conocida a nivel nacional como el lugar de confinamiento de Carlos Menem durante la dictadura militar, a este pueblo uno viene, básicamente, a mirar pájaros por millares.
Tranquilamente podría decirse que, para tomar algunas de las fotos que acompañan esta nota, el fotógrafo estuvo semanas enteras apostado con sus teles más poderosos –aguardando situaciones oculto en los pastizales–, con medio cuerpo dentro del agua y a merced de toda clase de fieras y serpientes. Sin embargo, la verdad sea dicha, en el Bañado La Estrella colocar la lente a medio metro de las fauces de un yacaré es poco menos que un juego de niños para un fotógrafo. Y quien quiera –y se atreva–, le puede sacar una foto con un macro a la pupila de un yacaré.
Centenares de jabirús revolotean entre los fantasmagóricos champales.
HACIA EL BAÑADO Partimos en vehículo 4x4 desde Las Lomitas bien temprano en la mañana para observar la mayor cantidad de pájaros posible. La camioneta toma rumbo norte por la ruta provincial 48 y en 30 minutos ya ingresamos al Bañado La Estrella, donde la misma ruta de ripio es un dique construido para detener el avance del humedal.
En apenas 10 minutos de avanzar por la ruta –con el humedal a los dos costados– ya observamos centenares de aves en absoluta libertad. La más llamativa de ellas es el jabirú, una cigüeña que alcanza el metro con cuarenta de altura y tiene la cabeza negra con un collar rojo y el cuerpo blanco. Esta ave es característica del Chaco Americano, pero en el bañado se la observa por centenares y muy a la vista, muchas veces paradas en lo alto de un champal.
Los champales son el rasgo más sobresaliente del llano paisaje del humedal, originado por los desbordes del río Pilcomayo sobre los bosques del Chaco seco, cuyos árboles fueron ahogados por las aguas. Sin embargo, la dura madera de los quebrachos colorados, los palos santo y los algarrobos han perdurado de pie, con sus tétricas enramadas sin hojas recortándose en el cielo del atardecer y duplicadas al revés en los espejos de agua. Pero lo más curioso es que muchos de estos esqueletos de árboles fueron invadidos por plantas trepadoras que los envolvieron en su totalidad y les dieron tanto volumen que de lejos dan la impresión de estar cubiertos por un manto verde igual que un fantasma. Champal es justamente el vocablo que en lengua pilagá nombra a los fantasmas.
Los champales son árboles ahogados y “colonizados” por plantas trepadoras que crean un nuevo ecosistema sobre el esqueleto de madera.
Lejos de ser tétricos, los paisajes de champales son alegres, bullangueros y llenos de vida. Gracias a los millares de pájaros de las 300 especies que habitan los bañados, cada amanecer y atardecer son ensordecedores conciertos de caóticos graznidos como el chillido histérico del tero, el grito vigilante del chajá –siempre en pareja–, el silbido agudo y estridente del pájaro caracolero y el “gruñido” del biguá, similar al de un chancho. También se oye a veces el golpeteo a madera del pico de los jabirús, e incluso su aleteo, como el de aquellos dos que nos sorprendieron a 10 metros sobre nuestra cabeza, provocándose en el aire como buscando pelea.
Luego de caminar un poco al borde de la ruta y por las lenguas de tierra que ingresan unos metros en el bañado, es momento de navegar. Se puede elegir entre remar en piraguas –siempre que el grupo sea pequeño y tenga cierta experiencia– o en canoas con motor fuera de borda. Al avanzar la embarcación rasga por la mitad una alfombra verde de repollitos de agua, y más allá flotan unos extensos camalotales. En cierto momento se apaga el motor y es hora de remar un poco. Con sumo silencio para no espantar a las aves, nos acercamos a un champal con un nido de jabirú en lo alto, donde una madre alimenta a sus crías metiéndoles en el pico el pescado triturado que trae en el buche.
La presencia más intrigante del humedal es la del yacaré y el primero de ellos aparece junto a la costa, asoleándose como aletargado, con las fauces abiertas. El guía acerca la embarcación a la costa casi rozándole la cabeza con la proa al reptil, que parece petrificado como si esperara que alguien le acariciara la cola. Cinco metros más atrás, una ruidosa zambullida atrae nuestra atención y vemos salir de los pajonales a una pareja de yacarés que comienzan a deslizarse sobre las aguas, ondulando el cuerpo como las serpientes.
Con sus ojos apenas sobresaliendo del agua, los yacarés permanecen al acecho de algún festín.
A veces se ven varios yacarés, uno al lado del otro sobre la costa, como a la expectativa de un festín. Algunos llegan a medir hasta dos metros con cincuenta y a veces lanzan un soplido terrorífico que hiela la sangre. Otros permanecen sumergidos como asesinos al acecho y se los descubre a un metro de la lancha con sus ojos traicioneros sobresaliendo apenas en la superficie del agua.
Seguimos viaje y aparecen algunos carpinchos. Estos roedores son los más grandes del mundo y pesan hasta 80 kilos, ya que se pasan el día abocados a roer y roer los pastos con sus dos incisivos. Aquellos con mucha suerte podrán encontrar en el bañado a una boa curiyú enroscada en uno de los árboles secos, o si no verlas serpenteando bajo las aguas de poca profundidad del humedal. Bajo las transparentes aguas también se ven sábalos y pirañas, y en la costa es común observar a las cigüeñas jabirú pescando a los picotazos con las patas en el agua y el buche rojo inflado por el alimento. Otras especies comunes son el colorido pato picasso, las espátulas rosadas, un pajarito llamado monjita blanca, los negros biguás que posan con sus alas extendidas secándose al sol luego de una excursión de pesca, y miles de garzas brujas, moras y blancas.
Un simple bote a remo es el mejor vehículo para recorrer el Bañado La Estrella.
EL REFUGIO Luego de una navegación de dos horas regresamos al punto de partida que los guías llaman “el campo de Don Mario Rodríguez”. Allí Don Mario nos espera con un asado de cordero, empanadas de charqui, sopa paraguaya –un soufflé de harina de maíz con cebolla, queso y choclo– y mamón en almíbar con queso criollo para los postres. Después de una siesta de lujo en hamacas paraguayas al aire libre, emprendemos una caminata de tres kilómetros por el monte del Chaco seco. Allí abundan los quebrachos, los algarrobos, los palos santo y algunas orquídeas. Sobre ellos anidan los loros habladores y entre los pastizales andan las esquivas corzuelas –un pequeño cérvido–, los osos hormigueros gigantes y aves como el matico, con el cuerpo negro y la cabeza naranja.
A la hora de la merienda la guía sirve un bizcochuelo muy proteico de harina de algarrobo y explica que la harina la produce en la zona una comunidad wichí que recoge las chauchas secas en diciembre, las muele y después vende el producto en otras provincias, incluso en Buenos Aires. La excursión se puede terminar después de la merienda –volviendo al hotel en Las Lomitas–, o extenderla para dormir en el refugio de Don Mario, al final del sendero de tres kilómetros.
En el refugio –sin luz ni agua corriente aunque con baño– sólo hay bolsas de dormir bajo mosquiteros individuales. La gracia de dormir en medio de la naturaleza está en ser despertado en el monte por el caos ensordecedor de las aves en pleno alboroto matinal. Después de almorzar, una siestita. Y más tarde otra navegación para disfrutar del espectáculo del atardecer, cuando todas las aves del mundo parecen darse cita en el inabarcable humedal, que abarca 20 veces la Ciudad de Buenos Aires.
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