domingo, agosto 12, 2007

Ariel Roth




Histórico & Elegante
Estuvo en la legendaria Tequila, banda fundadora del rock en España. Fue parte fundamental de la banda de Andrés Calamaro en los años ’80. Compuso con él algunos de los hits de aquellos años. Y ya en los ’90 fundaron juntos Los Rodríguez. Ahora, con un puñado de discos solistas que destilan clásicos de bajo perfil, Ariel Rot reclama sus merecidos laureles como solista con Dúos, tríos y otras perversiones, un disco con invitados de acá y de allá, en el que recupera todas esas grandes canciones de su carrera que merecen ser escuchadas una vez más.

Por Rodrigo Fresán
1 La última vez que hablé con Ariel Rot no fue en persona sino por teléfono. Ariel vive en Madrid y yo en Barcelona y, por esos misterios del espacio/tiempo, las dos ciudades están mucho más lejos una de otra de lo que nos cuenta la supuesta veracidad de los mapas. Así que yo, desde el móvil de Alfredo Garófano, un amigo en común, le comenté a Ariel que acababa de ver por primera vez el magnífico videoclip de esa todavía más magnífica canción que es “Ahora piden tu cabeza”: suerte de credo ético y estético del oficio, graciosa a la vez que profunda reflexión sobre la fugacidad del afecto de los seguidores, equivalente en el canon rotiano a la “Tower of Song” de Leonard Cohen. Y me acuerdo de que le dije a Ariel que lo que, además de todas las virtudes ya señaladas, me impresionó y me gustó mucho de la canción y del clip –en el momento en que él aparece a bordo de un bote, tocando su guitarra y cantando– fue un movimiento, un movimiento más inteligente que astuto (que no es lo mismo) que hacía él con su cabeza a la hora de rasguear las cuerdas para así subrayar la intención de un determinado verso. Véanlo ustedes a la altura del DVD que aquí se incluye, pero entonces yo no pude ver la cara de Ariel porque –ya lo apunté– todo pasaba a través de un móvil que aún no había crecido lo suficiente pero ya crecerá a mini cámara-monitor y todo eso. Pero sí detecté cierto desconcierto del otro lado de los pulsos y después, enseguida, a un intrigado Ariel Rot: “¿Te parece? ¿Cuál movimiento? ¿En qué parte?”, preguntó. En resumen: Ariel no se había dado cuenta de lo que había hecho o –lo que es mejor– lo había hecho sin darse cuenta. Y, de acuerdo, supongo que lo que acabo de contar no contiene la épica o el desenfreno o la trascendencia histórica que suele exigírseles a las grandes leyendas urbanas o camineras o campesinas del rock. Pero para mí es muy importante porque, me parece, define a la perfección el perfil y frente, los solos y las estrofas, de Ariel: un tipo elegante por encima de todo y de todos. Y se sabe: los auténticos elegantes son aquellos que no son conscientes de su propia elegancia, que no van por ahí preocupados por ser elegantes, que le dedican al asunto el mismo esfuerzo que le dedican al tan simple como complejo imprescindible acto de respirar. Sí: los verdaderos elegantes son los que menos piensan en la elegancia.
Y punto.
2 Y aparte. Pero, de algún modo, seguido. Porque Ariel Rot no deja de seguir, de continuar. Ariel es, además de elegante, también, un tipo histórico: uno de esos contados dueños de la Historia quien, para hacer todavía más evidente su condición de eternauta, parece no envejecer. Las modas pasan y Ariel –nada que ver con un delicated follower of fashion– permanece. Ariel es una de las pocas personas que conozco que son históricas (lo que, según pasan los años, no es tan difícil de ser) y dignas (lo que sí es muy difícil, porque si algo nos regala el tiempo es la oportunidad de meter una y otra vez la pata, de tropezar tantas veces con la misma piedra). Así que digámoslo así: Ariel cada vez canta y toca y compone mejor pero, también, siempre está más o menos igual, intacto, fiel a sí mismo, bien trajeado y listo para salir al ruedo y al escenario. Vivo y en directo, la actitud y la estampa de Ariel siempre ha sido irreprochable. Ya sea en la juvenil velocidad tan madrileña de Tequila (con los Stones como pecadores santos patrones); en el pop-fashionista ’80 de sus primeros tiempos a solas; en el primer encuentro con Andrés Calamaro (pensar en “Cartas sin marcar”, en “Sin saber qué decir” o en esa cima del argen-beat que es “Pasemos a otro tema”); en la euforia entre canalla y caballerosa que fueron Los Rodríguez: inocentes y culpables, ahora actuando en el fantasmal Canal 69, de haber influenciado a buena parte –lo muy noble y lo inapelablemente bastardo– de lo que hoy pasa y suena y sonando pasará en el paisaje ibérico. Así hasta llegar a lo que (y que para mí, ya comienza a oírse en canciones tempranas como “Estoy en la luna” y “Los pactos”, se continúa en la delicadeza de sus partes en “Sin saber qué decir”, “Me estás atrapando otra vez”, “Dulce condena”, “La mirada del adiós”, “Especies que desaparecen” o la magnífica “Buena suerte”), a falta de un mejor nombre, puede entenderse como su madurez. Aquí y ahora, otra vez a solas, pero más que bien acompañado: aquella mirada “desde afuera” de “Milonga del marinero y del capitán” conectando la mítica y mística del rocker curtido en “Hoja de ruta” o con el recuerdo de chicas peligrosas que acabaron siendo tan sólo un peligro para sí mismas en “Vicios caros” o “Muñeca rota” no impidiendo sino alentando, de vuelta a casa, a los ojos vueltos hacia adentro en la perfección entre doméstica y confesional de “Una casa con tres balcones”, la canción de cuna para despertarse que es “Gustos sencillos”, “Yo no sé dónde estaría”, “Los tipos duros no bailan” y la ya varias veces tarareada aquí “Ahora piden tu cabeza”. Canciones todas ellas que giran en los álbumes Hablando solo, Cenizas en el aire, Lo siento, Frank y Ahora piden tu cabeza. Canciones donde no hay juegos de palabras, pero las palabras sí miran jugar. Canciones en las que sigue haciendo calor, pero no tanto como antes, porque lo que aquí importa –lo que demuestra el crecimiento de Ariel Rot como songwriter de ley y orden– es que ahora también hay tiempo para cantarles a esas corrientes de aire frío que se cuelan por grietas y puertas entreabiertas.
Digámoslo así, parafraseándolo a él mismo: con Ariel Rot el tiempo hizo lo suyo, aflojó los tornillos e hizo crecer goteras en la azotea, sí, pero también, sobre todo, le fue, le sigue, le seguirá sacando brillo.
3 Por ahí y desde hace un tiempo anda dando vueltas la idea de que todo escritor del tipo “joven” en realidad siempre quiso ser rock star. No es mi caso, aunque sí siempre me interesaron las personas plugged y unplugged por su siempre implícita potencia de personajes. Y, entre todos ellos, claro, los guitarristas que vienen a ser algo así como el tótem y fetiche de la cuestión y, me temo, a partir de aquí este texto se va a poner aún más descaradamente personal.
Dicho esto, diré que siempre me interesó Ariel Rot. Por cuestiones geográficas me perdí el fenómeno Tequila, pero tengo que decir que Ariel Rot me intrigó desde la primera vez que lo vi y lo escuché, en uno de esos inevitables macroprogramas sabatinos de la televisión argentina. Ariel Rot había vuelto a Buenos Aires –importado o repatriado por el entusiasmo del productor y conductor del show– para presentar Debajo del puente, disco y canción que de inmediato me hizo ponerme alerta, porque esa canción, por suerte, aunque sin enfrentarse a nada ni a nadie, tampoco parecía encajar en absoluto en el territorio siempre riguroso y un tanto paradójicamente castrador de las etnias musicales porteñas. De esa experiencia, de esa visita, si mal no recuerdo, Ariel Rot prefiere no acordarse.
Meses más tarde, conocí a Ariel Rot en persona. No recuerdo el día exacto, pero sí la noche precisa, en un piso con vistas al Cementerio de la Recoleta. Eran los tiempos en que Ariel Rot giraba con Andrés Calamaro las canciones de, para mí, dos títulos legendarios: Por mirarte y Nadie sale vivo de aquí. Eran momentos difíciles, las redondas canciones pop, los rocks angulosos no eran lo que se usaba por aquel entonces y sólo diré aquí que acompañé a esa banda a lo largo y ancho de varios bares y fondas de mala muerte y de buena vida donde, en escena, cualquier cosa podía suceder e, invariablemente, todo sucedía. No entraré en detalles porque la discreción me lo reclama e impide, pero sí diré que, en el epicentro del terremoto y en el ojo morado del huracán y en la carcajada de la situación más lamentable, Ariel se las arreglaba para conservar siempre ese aire de dandy recién aterrizado a la vez que esa dureza de marine fogueado en los más difíciles desembarcos. Desde allí y hasta aquí, jamás he oído a nadie hablar mal, ni nadie me ha hablado mal de Ariel. Todo lo contrario. Supongo que significa algo, estoy seguro de que importa mucho, me consta que es algo que no sucede seguido, casi nunca.
Y entonces y ahora, en las malas y en las buenas, Ariel –en la estrechez de un camerino, en la penumbra de un autocar, en la demasiado poblada mesa de un restaurante donde siempre se puede hacer un aparte o en la privacidad de un living con varias horas por delante– siempre me sorprendió como uno de esos contados músicos que jamás se ponía a monologar sobre la certificada leyenda propia, prefiriendo conversar acerca de todo lo demás que le interesaba: de cine, de libros, de arte y no exclusivamente sobre lo que se usa o lo que está en boca y oído de todos. Y, claro, especialmente sobre música. Pocas veces me he reído más y nunca he comprendido mejor los brillos y miserias del panorama rocker de aquí, de allá y de todas partes, que al ser desmenuzados por Ariel con los mismos modales con que toca la guitarra. Una guitarra que, si las guitarras cantaran, tendría la voz de Frank Sinatra. Una guitarra más de oxígeno que de aire y que más de uno habrá intentado imitar, en vano, frente al espejo de lo inimitable: ese implacable buen gusto pero pulso firme y clínico, esa púa funcionando como un bisturí al que no le hace falta ningún tipo de anestesia, esas notas justas que siempre sacan la mejor nota. La guitarra que es la mejor de la clase y en su clase dándole a cada uno lo que le toca y a cada canción lo que le corresponde. Aquello que es lo que distingue todos los tracks incluidos en este Etiqueta negra: la posibilidad que sólo te brinda el talento de poder dedicarse a cada una de las canciones como si se tratara de todo un long-play, empezando y terminando en sí mismo. Una dialéctica enciclopédica que le permite a esta guitarra saber tan reflexiva como instintivamente lo que necesitan todas ellas.
Y dárselo.
Eso que nos ha venido dando Ariel Rot desde hace tres décadas (volviendo a lo de antes y para ir cerrando: nunca quise ser rock-star, pero me molestaría mucho no ser amigo y público del histórico y elegante Ariel Rot) y que aquí se resume, pero no se consume. Porque –insertar aquí ese movimiento de cabeza, ese movimiento de esa cabeza que siempre piden, pero que jamás se entrega o se rinde– aunque ya es tarde y amanece, esta fiesta nunca se desvanece.
Dúos, tríos y otras perversiones es la edición local de uno de los cuatro discos que incluye la caja de rarezas, extras y DVD que salió en España con el nombre de Etiqueta negra, y que acá sólo se consigue a través de disquerías especializadas que la importen. Los textos de Andrés Calamaro, Rodrigo Fresán y David Bonilla forman parte del excelente dossier incluido en esa caja. Las fotos de Alfredo Garófano fueron especialmente realizadas para esta nota.


Para Página 12 Domingo 12 de agosto de 2007




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