viernes, abril 18, 2008

Terrorismo machista

A propósito de las víctimas y de los perpetradores
Por Carlos E. Sluzki *
Los escenarios de la violencia constituyen una arena particularmente fascinante en donde tienen lugar las “guerras de la memoria”, ya que en ese teatro intelectual aparecen una y otra vez nuevos paradigmas o interpretaciones de la realidad que son contrastadas con interpretaciones previas, mientras ideas en germen van poblando el campo y preparándolo para nuevas confrontaciones, favoreciendo así una evolución de la cultura. María Pía Lara (Narrating Evil: A Postmetaphysical Theory of Reflective Judgment, Nueva York, Columbia UP, 2007) observa que “las guerras de la memoria emergen a través de los esfuerzos críticos en sociedades que permiten que otras historias aparezcan en los debates públicos”. La evolución política y ética acontece, por lo tanto, en sociedades que permiten ese debate.
Cuando se habla o escribe acerca de actos de violencia, inevitablemente se refrendan descripciones previas o se proponen novedades acerca de lo que es, o debe ser considerado, aceptable e inaceptable (los parámetros políticos), de- safiando la definición de lo que es en ese momento considerado lo bueno y lo malo (los parámetros morales), o aun el bien y el mal (los juicios morales y a veces religiosos). Por lo tanto, toda discusión seria acerca de la violencia conlleva mucha responsabilidad.
Así, la emergencia de los modelos sistémicos en el mundo “psi” a partir de la mitad del siglo pasado sacudió hasta sus cimientos los modelos intrapersonales para entonces prevalecientes: la escena se desplazaba de las intenciones a los efectos, de las sombras interiores a las secuencias interpersonales de los actos. Las fronteras casi sagradas del self se hacían más translúcidas e imprecisas: ¿dónde termina uno y comienza el otro, y dónde la responsabilidad personal? ¿Cuál es la unidad mínima de análisis?
A su vez, una de las críticas más poderosas, que sacudió los fundamentos de la primera generación de modelos sistémicos en terapia familiar, emergió del movimiento feminista: si, en la exegesis de una situación dada de violencia, uno se limita a una lectura de interacciones recíprocas, es decir, si todo comportamiento “se debe a” un comportamiento previo de la otra parte, se escamotea todo juicio crítico acerca de los perpetradores de actos de violencia, en cuyo caso ¿dónde queda la responsabilidad personal?
Otra manera de decirlo es: la “puntuación de la secuencia de sucesos” (la decisión de dónde comienza una secuencia) es un acto político. En una lectura sin puntuaciones reina la impunidad moral. Si te pego “como resultado de” tus actos, si bien tus actos eran el resultado de mis actos previos, y mis actos previos el resultado de tus actos aún previos, y así retroactivamente hasta la memoria de los tiempos, nadie tiene que tomar responsabilidad por nada, o, aun mejor, uno puede culpar todo acto propio a un acto previo del otro.
Merece aclararse que no es que los terapeutas que operaban con una primera visión sistémica eran sujetos amorales que condonaran la violencia u operaran sin parámetros éticos. Por el contrario, eran exploradores que mantenían una doble óptica, una de las cuales se alojaba en el juicio moral y la otra, distanciada, estaba comprometida en un esfuerzo intelectual por mantenerse fieles a una epistemología novedosa: luchando contra los modelos intrapsíquicos dominantes en esa época, los teóricos y clínicos de la primera ola sistémica trataban de mantener una visión de los conjuntos humanos estables como sistema en acción –la internalidad de cada participante concebida como una “caja negra” definida como extraterritorial a los propósitos del modelo, y los parámetros de la cultura a lo sumo como constricciones funcionales–. Ese fanatismo es probablemente un ingrediente inevitable durante los comienzos del desarrollo de un modelo... siempre que uno no deje de lado la otra óptica.
La crítica feminista propugnaba una visión moral, una puntuación en la que sí había víctimas y perpetradores, en la que la lectura interactiva se definía a priori, ideológicamente, en defensa de las víctimas –generalmente mujeres, niños, ancianos– y en la denuncia de los perpetradores. Toda discusión acerca de los procesos sistémicos, se argüía, debía mantener un segundo plano, para preservar en primer plano la responsabilidad de los perpetradores, y evitar ser cómplices de las fuerzas sociales que tendían a justificarlos o a mistificar el sufrimiento de las víctimas.
La introducción de los modelos narrativos, otro cambio cualitativo en la evolución de las ideas sistémicas, transformó una vez más el debate: la violencia interpersonal emerge de esfuerzos para confirmar o disconfirmar elementos constitutivos del discurso privilegiado, incluyendo la distinción retórica entre autonomía y armonía, entre decisión propia y responsabilidad social. Las dimensiones políticas del discurso (y de la acción que contribuye a definir la realidad) adquieren así un primer plano.
Aun desde otro ángulo aparentemente discontinuo, el extraordinario proyecto del genoma humano y la nueva generación de investigaciones acerca de las proclividades genéticas –una perspectiva políticamente muy peligrosa ya que esconde el riesgo de un renacimiento de la eugenesia– trae al campo una nueva desestabilización: si agregamos al cóctel de lo relacional y lo cultural aun una pizca de proclividad genética, es decir, si entra en juego un componente genético que aumenta o disminuye en, digamos, un 10 por ciento la tendencia a reaccionar con violencia ante experiencias de frustración, o a asumir posiciones de dominancia o de sumisión, ¿cómo integramos esa información en una lectura sistémica/feminista/narrativa?
* Profesor de Salud Global y Comunitaria, de Análisis y Resolución de Conflictos y de Psiquiatría en la George Mason University y en la George Washington University. Visitará Buenos Aires para participar en el XI Congreso Metropolitano de Psicología de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires (APBA), del 3 al 5 de julio.